A principios del siglo XVII, la población guaraní había disminuido a la mitad, luego de cincuenta años de sufrir enfermedades llegadas con los conquistadores europeos, malos tratos a mano de los encomenderos españoles y muertes en las guerras de resistencias. Además, las tekoas eran asoladas por los temidos bandeirantes, cazadores de esclavos llegados desde San Pablo (Brasil) .
Por eso, muchos grupos huyeron hacia zonas inaccesibles y otros se alejaron en busca de la Tierra Sin Mal. Pero, a pesar de la predica de los payés, otros muchos aceptaron incorporarse a los pueblos que los religioso jesuitas querían organizar con los aborígenes – principalmente guaraníes – para convertirlos al cristianismo y enseñarles las costumbres europeas. Estas Misiones se instalaron en la selva y sus alrededores, y se mantenían con la agricultura, con el ganado que allí se criaba y las vacas salvajes atrapadas durante las expediciones llamadas vaquerías.
La agricultura guaraní se enriqueció con nuevas plantas.
En las Misiones los indígenas cultivaban tanto las parcelas de cada familia, denominada Abambaé (“propiedad del hombre”), como la tierras Tupambaé (“propiedad de Dios”), destinadas a mantener el templo, la escuela y los necesitados. Para conseguir productos especiales como caballos, semillas o anzuelos, viajaban a Asunción, Santa Fe o Buenos Aires, donde los compraban o cambiaban por su yerba mate, que era muy solicitada por los habitantes de las ciudades y del campo.